El lunes 27 de abril de 1789 se desata el motín mas célebre de la historia: el Motín de la Bounty, dirigido por Christian Fletcher. Y también comienza la que posiblemente sea la mayor hazaña náutica de la humanidad: una travesía de 3.618 millas marinas efectuada en 41 días. 19 personas hacinadas en un pequeño bote sin cubierta, de solo siete metros, sin apenas recursos ni instrumentos, al mando del teniente de navío William Bligh.

Excepto una persona, que murió asesinada por los nativos al desembarcar, todos llegaron con bien al final de la extraordinaria odisea. ¿Cómo fue posible?

Sin duda gracias a la extraordinaria cualificación como marino de William Bligh. Pero también gracias a su excelente cualificación científica, que ya había demostrado trabajando a las órdenes del capitán Cook en sus famosas expediciones. 

Básicamente, Bligh se enfrentó con los escasos recursos de abordo a dos grandes desafíos: ser capaz de navegar casi 4000 millas en una embarcación totalmente inadecuada (a una embarcación semejante hoy en día no se le autoriza a alejarse más de 12 millas); y mantener viva (y sana) a una tripulación tan numerosa, hacinada en poquísimo espacio (nadie podía ni siquiera tumbarse a dormir) y con reservas de alimentos y agua a todas luces insuficientes.

Sorprendentemente, lo primero que intentó William Bligh tras ser abandonado fue comprender las causas del motín y ver quién tenía la razón ética… Le preocupaba hacer lo correcto, y pensaba que la superioridad moral era la primera arma para la supervivencia. En su diario de navegación escribió: “Los amotinados se habían ilusionado con las esperanza de una vida más feliz entre los tahitianos de la que posiblemente podrían disfrutar en Inglaterra; y eso, unido a ciertas relaciones de naturaleza femenina, era el motivo más probable que originó el motín”.

A continuación, necesitaba construir los instrumentos náuticos esenciales. Con los rudimentarios métodos de a bordo, consiguió fabricarlos. Un ejemplo: para estimar la distancia recorrida, construyó una corredera que le permitía conocer su velocidad. Consistía en una simple tablilla plana triangular extraída de la cubierta del bote, lastrada en su parte inferior para que flotase vertical en el agua, sujeta por tres cordeles que, partiendo de sus vértices, se juntaban a cierta distancia y que iban unidos a una línea de cordel que tenía un nudo aproximadamente cada 50 pies. Se lanzaba al agua y se iba soltando línea, contando cuántos nudos salían en 30 segundos. Bligh hacia contar 30 segundos en voz baja a su tripulación y avisar al final. Y usaba un valor medio.

De ese modo, el número de nudos separados 50 pies que salía del carretel indicaba directamente la velocidad (se basa en que una hora tiene 120 veces 30 segundos, y los nudos en el cordel de la corredera estaban espaciados aproximadamente 50 pies y una milla marina son alrededor 6.000 pies; entonces 6.000/120 = 50). Además, su conocimiento de los astros le permitió saber la dirección que seguía en su singladura. Así, Bligh pudo estimar su posición (bastante exactamente, a juzgar por el resultado).

Para hacer más marinero el bote, realizó una serie de obras en su interior (cubierta de lona, aumento de francobordo…). Y lo hizo bien: el bote aguantó.

Arreglado el asunto de la infraestructura, dirigió la nao a la isla más cercana para proveerse de alimentos frescos —frutos y vegetales— para prevenir el escorbuto. Comenzó una estricta rutina de higiene y ejercicio. Y para que el ánimo no decayera, encargó realizar una gran cantidad de tareas: incluso cartografiaron parte de las costas desconocidas que aparecían en su derrota.

Y lo consiguió: llevó a su tripulación a su destino en la colonia de Timor (donde vendió el bote, perfectamente mantenido, para conseguir dinero para la tripulación).

A pesar de ello, Hollywood hizo que Bligh pasara a la historia como un inepto cruel. Pero, como decían sus tripulantes, “si lo que de verdad te interesa es volver sano y salvo, embarca con Bligh”.

Eduardo Costas