En la actualidad, encontrar más alumnas que alumnos en las aulas universitarias es algo natural. Que supere en número de profesoras, catedráticas o investigadoras al de sus colegas masculinos es, de momento, un objetivo a medio y largo plazo. Y eso en pleno siglo XXI, tras la revolución de la mujer. Ahora bien, si echamos la vista atrás en la historia, la presencia de mujeres en las facultades era un hecho simbólico.

Por eso merece especial mención Dorotea Bucca o Bocchi (1360-1436), una italiana que consiguió entrar en la universidad donde se doctoró en Medicina y Filosofía Moral y que accedió a una cátedra. Dorotea ejerció su magisterio en la Universidad de Bolonia durante 40 años.

Y el mérito de Dorotea es de reseñar. Se la puede considerar una auténtica rara avis, ya que a pesar de vivir en pleno Renacimiento, una época donde se produjo un florecimiento de la actividad intelectual y cientítica en particular, la ciencia estaba prácticamente vedada a las mujeres. 

Durante la Edad Media, las pocas mujeres que se aventuraron en los caminos del conocimiento lo hacían desde los claustros de los conventos (Hildegarde de Bringen), y la peste bubónica que asoló y diezmó la vieja Europa provocó el cierre de numerosos cenobios.

Además, este periodo oscuro estuvo caracterizado por la caza de brujas, y el temor de ser acusada de practicar la brujería no suponía un estímulo, sin duda, para incentivar vocaciones científicas en las mujeres (en general todo aquel que se dedicaba a la sanación o la alquimia -hombre o mujer- corría serio peligro de acabar bajo las llamas).

Aún así, las pocas que se atrevieron se concentraron en torno a las universidades y lógicamente, o pertenecían a las clases aristocráticas o eran descendientes de profesores o catedráticos que continuaban con la labor de su progenitor.

Una labor callada y silenciada por el status masculino. Salvo contadas excepciones, donde sus trabajos han sobrevivido a sus autoras, la mayoría de las profesoras universitarias de antaño apenas han merecido por parte de los biógrafos unas breves ‘anotaciones’ marginales a la hora de contar la historia de la institución.

Es el caso de Dorotea, donde apenas se conoce que sucedió a su padre en las labores de magisterio en la prestigiosa univerisdad italiana de Bolonia. Este centro universitario, creado a finales del año 1.000, se caracterizó por permitir el acceso a sus aulas a las mujeres desde su comienzo, y la joven Dorotea comenzó en su adolescencia a estudiar Medicina y Filosofia Moral.

Cuando obtuvo el título, ocupó la silla de su padre y aunque no es conocido ningún tratado firmado por ella, es una de las responsables de la educación en estas disciplinas de la juventud más granada de Europa, que acudía a Bolonia a matricularse.

Además de ocupar su cátedra durante cuatro décadas, las crónicas de la época reseñan que Dorotea llegó a ganar cien libras por su trabajo, lo que significa una cantidad realmente importante para su época, dato que aporta aunque sea tangencialmente un valor significativo a su labor docente.

No se la puede considerar la primera catedrática de Medicina, pero si la primera que tuvo un lugar insigne en una institución prestigiosa. Se cuenta que Trócula de Salerno fue catedrática de ginecología y obstetricia (traducido al lenguaje actual) de la Escuela Médica Palermitana, allá por el siglo XI , y que impartió clases a un nutrido grupo de jóvenes italianas conocidas por el sobrenombre de “las señoritas de Salerno”.

Dos auténticas desconocidas para el gran publico, Dorotea, la enseñante con más años de actividad en la universidad o Trócula, la primera catedrática, que merecen sin duda -como el resto de las pioneras que siguen batallando- un lugar con mayúsculas en nuestra historia y en nuestro presente.