La lucha contra las enfermedades infecciosas comenzó probablemente en la antigua Grecia, y posteriormente en Roma, civilizaciones que mantuvieron siempre preocupación por el aporte de agua potable, la canalización y eliminación de aguas residuales y la oferta de baños públicos para los ciudadanos. Es decir, desde hace 2.500 años, la higiene es el principal aliado en esta lucha.

Aun hoy, la insuficiente extensión de la higiene y el saneamiento ambiental es la causa subyacente a la violenta epidemia de cólera de Haití, por poner un ejemplo.

En segundo lugar está la nutrición, necesaria para elevar las defensas del individuo contra los agentes infecciosos. Son innumerables las infecciones que sufrimos en la vida y una adecuada nutrición conlleva siempre un mejor pronóstico.

Por último están los antibióticos y las vacunas. De los primeros hay que decir que se inspiran en el principio clásico contraria contraris curantur (lo contrario cura a lo contrario), por lo tanto, pretenden eliminar o inhibir a los virus y bacterias u hongos causantes de la enfermedad infecciosa. Aunque han salvado cientos de miles de vidas, no han conseguido erradicar ninguna enfermedad.

Por el contrario, las vacunas, inspiradas en el principio similia similibus curantur (lo semejante cura a lo semejante), simulan una enfermedad inaparente en nuestro organismo, estimulando a la inmunidad humoral (generando anticuerpos producidos por los linfocitos B), a la inmunidad celular (produciendo citoquinas a partir de los linfocitos T) o a ambas, proporcionando a veces memoria inmunológica.

Las vacunas, efectivamente, han conseguido erradicar una enfermedad (la viruela) y podrían hacerlo con otras como la poliomielitis o el sarampión.  Seguir leyendo